El encanto secreto de las ferreterías de barrio
Dos de las tres ferreterías de mi barrio cerraron hace poco. Una -pequeña pero bien surtida, ubicada sobre una calle cortada y atendida por un señor mayor muy amable- fue reemplazada por un cotillón. La otra -más grande y de carácter industrial, en una esquina sobre una avenida y atendida por una mujer junto a quien parecía ser su papá- es ahora una verdulería. Ambas llevaban ahí más años de los que puedo recordar, y parecen no haber podido resistir los golpes que los negocios de barrio reciben todos los días en forma de alquileres, facturas de servicios carísimas y -fundamental- una merma notable en las ventas. Siempre habrá quien compre tomates y zanahorias, y siempre existirán los cumpleaños con sus tortas y globos; pero ya no es tan fácil venderle a quienes se dedican a arreglar, armar y construir.
Existe una frontera entre aquellos que prefieren ir a una ferretería a los que eligen un “supermercado de la construcción”. Los gustosos de hacer cosas con las propias manos, los que prefieren llevarse una explicación además de un producto y -por sobre todo- los hombres de bien, suelen elegir las primeras. Existen pocas posibilidades de que un plomero, un gasista, un electricista o cualquier portador de un oficio recomiende reemplazar a la ferretería del barrio -ya sea chica o grande- por alguno de esos gigantes ubicados en Constituyentes, Warnes, Av. del Libertador, Av. San Martín o en las adyacencias del estadio de Vélez. Pocos dicen “busque en la góndola un caño de ¾ de pulgada” mientras que son muchos los que indican “vaya y pida un codo recto y tres grampas para caño de ¾”. Eso sucede porque la ferretería es un templo de conocimiento, y el ferretero, su principal predicador.
Si ferretero no se nace, se hace; aunque no se estudie en ningún lado. Es un oficio a largo plazo en un mundo preparado para el ahora. Y cuando se hace, no sólo se hace con conocimientos técnicos -la equivalencia entre pulgadas y centímetros, por ejemplo- sino también con el don del orden, cierto espíritu didáctico y, sobre todo, con paciencia. No debe ser fácil trabajar en una ferretería, poner cierto orden (que ni Marie Kondo podría) a ese universo de tornillos (en todas sus variedades), clavos (en todas sus variedades), cueritos (en todas sus variedades), herramientas, pegamentos y cosos. Sobre todo cosos. De esos hay un montón y en todos los ámbitos: la plomería tiene los suyos, la electricidad los propios y la construcción a los otros, los que son más grandes y más ásperos.
El cosito, el pituto, la chapita, el plastiquito y la pestaña: todos cosos con nombre propio. El ferretero los conoce todos. Los reconoce con solamente mirarlos, y sin la ayuda de ningún calibre dice “eso es de media pulgada”, sin que nadie se anime a contradecirlo. “¿Los quiere para madera o metal?”, agregará después, para exhibir conocimiento pero sin fanfarronería. Y como sabe que no todos saben, explica y los enseña con la esperanza de que la próxima vez la visita se acorte unos segundos sin tanta explicación. Aún así, bastará con que el cliente cruce la puerta de su casa para que ese nombre deje de ocupar lugar en la memoria de corto plazo, para dejarle espacio a la preocupación de “cómo arreglo esto ahora”. Pero no importa, porque el ferretero nunca se rinde. Volverá a mirar, a escuchar, a explicar y, si no se entiende, a pedir una muestra del coso a reemplazar. En la ferretería, como en la vida, se aprende.
El supermercado de la construcción es lindo y tiene todo, pero carece de espíritu. Sirve para salvar la situación cuando la ferretería está cerrada, pero implica un mayor desgaste de tiempo, energía y dinero. Primero habrá que recorrer góndolas en busca de esa herramienta, ese flexible o ese repuesto; después encontrar a alguno de los que están para ayudar, pero que nunca están. Luego comparar con el ejemplo que se lleva encima (previo aviso al guardia de la entrada, para que no piense que es un robo) y encomendarse a nuestra creencia favorita para que funcione. Y todo eso sucederá mientras metemos en el chango algo que no habíamos ido a buscar, pero que llevamos igual. Al salir, será mejor no comparar el precio del ticket: las ofertas de estos gigantes de la ferretería se sostienen con el sobreprecio de los accesorios.
La tercera ferretería, que sobrevive a media cuadra de la misma avenida, también lleva muchos años ahí. Es un local frente a una casa, lo que hace suponer que cuenta con el beneficio de no pagar un alquiler. Así chiquita como se la ve, aguanta el paso de los gobiernos, las economías, las importaciones y los golpes de nocaut que cada fin de semana ofrecen sus gigantes primos multinacionales. Pero tiene algo que ellos no tienen: cada domingo por la mañana, la cola llega hasta la vereda. Y eso es un imán de miradas. Son todos hombres que, pacientes, esperan a que esa dama detrás de la reja y rodeada de herramientas les enseñe la diferencia entre un tarugo común y uno para ladrillo hueco; y que la mecha más cara no siempre es mejor. Y a quien tiene esa paciencia y esa dedicación hay que comprarle hasta las lamparitas.